domingo, abril 06, 2008

PAIS DE DELATORES


País de delatores


Pilar Rahola 06/04/2008
Incluso en las épocas del Florido Pensil, cuando en las calles la delación era una forma de medrar económicamente y de ajustar cuentas con los vecinos, en la escuela nos enseñaban que era una práctica perversa. Ser el chivato de la clase era tanto como convertirse en un apestado, y el mote de acusica caía sobre el interfecto, como un rayo divino. Desde bien pequeños supimos que no estaba bien señalar con el dedo y que ganarse el bien materno a costa de delatar al hermano era un sucio negocio. Es decir, a pesar de vivir en un régimen que alentaba la traición, el mercadeo de personas y la cultura de las influencias, el chivato continuó siendo, en el imaginario colectivo, un personaje detestado.
"Amo la traición, pero odio al traidor", parece que dijo Cayo Julio César, cuyo uso de las traiciones fue parejo a los traidores que concilió. Desde antaño, y más allá de las muchas edades del hombre en su recorrido histórico, el delator ha sido siempre expulsado del bien moral de una sociedad. Siempre…, hasta estos días extraños, que parecen convertir al delator en un ciudadano ejemplar. Hablo del agua, pero no sólo, porque la tendencia, aunque lenta, empieza a ser significativa. Desde hace un tiempo, en algunos temas sensibles, las administraciones tienden a pedir la delación pública, como forma de paliar la incapacidad de hacer el trabajo fiscalizador que les corresponde. En el caso del agua, han pedido que los ciudadanos denuncien a los vecinos que riegan con manguera o que llenan piscinas, y tan ardua petición ha tenido un primer éxito en Sant Cugat, éxito aplaudido por todos. En cuestión de violencia de género, también se ha hecho, con más sordina, una petición parecida, hasta el punto de considerar que era un deber ciudadano denunciar a un vecino si se oían gritos a través de las paredes. Todo en aras, nos aseguran, de un mejor funcionamiento de la sociedad y de una corresponsabilidad ciudadana. Y, sin embargo, yo creo todo lo contrario. Creo que estamos traspasando fronteras muy delicadas, cuyo sacrilegio no nos conduce a una sociedad más eficiente, sino a una sociedad menos civilizada y menos libre. Permítanme el ejemplo práctico. El otro día, haciéndome el ojo en una sala de maquillaje, una amable profesional expresó sus dudas: "He visto como regaban el jardín de mi vecino con manguera. ¿Qué tengo que hacer? ¿Lo denuncio? ¿Y a quién denuncio, al señor sudamericano que cuida el jardín, o al propietario? Pero, si le denuncio, ¿sabrá que ha sido su vecina? Y, ¿es correcto denunciar a un vecino?". Y, así, de golpe, una amable maquilladora, dotada de un loable sentido cívico, se había convertido en una ciudadana hiperresponsabilizada, a punto de delatar a un pobre vecino, malversador de agua de manguera. Lo peor era su batalla interior, azuzada entre su sentido cívico y la convicción de que no era correcto meterse en casa ajena. "Soy un hombre desgarrado por sucesivas y contrarias lealtades", dijo Jorge Luis Borges, y así parecía estar mi querida colega. Y todo porque el gobierno de su país, en lugar de asumir plenamente su responsabilidad política, y ejercer la autoridad pertinente, la señalaba a ella como celadora del bien público. Pero, si ella es quien tiene que vigilar al vecino, la sociedad del gran hermano se instala en el comedor de casa para siempre. Puestos a vigilarnos, y a emular al vecino-policía del castrismo, ¿por qué quedarnos en la denuncia sobre el agua? Podríamos vigilar si cumplen con el resto de los deberes cívicos y, a la menor sospecha, elevar la delación pública. "¿Soy acaso el guardián de mi hermano?", preguntó Caín a Dios, y el sentido de la pregunta se mantiene intacto. En las sociedades democráticas, donde la seguridad es un bien público, los guardianes del hermano son los cuerpos funcionariales que hacen cumplir las leyes. Y ese es el funcionamiento que garantiza equidad, justicia y libertad. Pero si el guardián es el vecino, los riesgos son catastróficos: recorte de libertades, hostigamiento de la intimidad y una caja de Pandora que explota con sus bajas pasiones de equívocos, sospechas y venganzas. En definitiva, un retorno a la jungla.

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