jueves, febrero 07, 2008

Confesiones desde el federalismo catalán.¿Catalunya en casa ajena? Jordi Font.



Catalunya ¿en casa ajena? Confesiones desde el federalismo catalán
Jordi Font


Viene tomando cuerpo, en Cataluña, un conveniente debate sobre el catalanismo, en sus diversas acepciones ideológicas.
Un primer movimiento fue, tiempo atrás, la publicación del libro “La rectificació”, escrito por cinco plumas de excepción: Lluís Bassets, Albert Branchadell, Josep Mª Fradera, Enric Juliana, Antoni Puigverd y Ferran Sáez. Muchos optaron entonces por mirar a otro lado.
Y es que siempre resulta enojoso y aventurado soltarse de la catenaria al uso y ensayar nuevos trayectos. El debate que ahora emerge, sin embargo, se sitúa, en buena medida, en las coordenadas anticipadas en su día por “La Rectificació”, justo es reconocerlo.
Los errores del catalanismo
El error fundamental de Cataluña sería, según los autores, mantener vigente un catalanismo que ha periclitado, porque nacía del auge catalán frente a la decadencia de España (XVIII, XIX y buena parte del XX), cosa que ya es historia. España es hoy una realidad pujante, económica, cultural y políticamente, en la que Cataluña ya no destaca tanto o incluso queda algo atrás respecto del Madrid que emergió; y, sobre todo, parece ignorar el cambio substancial que se ha producido en la correlación de fuerzas. Cierto: Cataluña y España no son ya las de Joan Maragall y Miguel de Unamuno. Y el catalanismo necesita adaptarse al cambio de situación operado. Señala, el libro, otro error más circunstancial, relacionado con el “tripartito” de Pasqual Maragall: el síndrome de la “Brigada Pomorska” -la caballería polaca que se lanzó al alegre galope contra los tanques alemanes, con resultados perfectamente descriptibles-, es decir, el desajuste táctico hasta el disparate, el fenomenal error de cálculo al que apuntaría la sentencia bisbiseada, en su día, por Carlos Aragonés a Enric Juliana: “El Estatuto y la OPA a la vez no van a poder ser”.
Las izquierdas catalanas gobernantes habrían pecado de superficiales, sin darse cuenta de que no basta con tener razón, sino que hace falta calcular al milímetro la correlación de fuerzas y perfilar con rigor la estrategia adecuada, la precisión de cada movimiento.
Nuevos “poderes fácticos”
Es posible que el gobierno Maragall ignorara la envergadura de lo que se le venía encima: las iras de unos nuevos y rampantes poderes que pueden interferir, neutralizar y subvertir cualquier lógica meramente democrática. Unos nuevos “poderes fácticos”, agresivos y desaprensivos que son a la vez políticos (el PP “neocon”, los púlpitos ultramontanos…), financieros (los “amigos de escuela” que se hicieron con las empresas públicas privatizadas…), mediáticos (“la Brunete” escrita y radiada...) y funcionariales (una parte importante de la judicatura…).
Unos poderes que, con sede global en Madrid, despiertan y manejan sin manías los viejos reflejos condicionados del “Imperio” y se permiten designar con un sonoro “ellos” a los catalanes (que osaron plantear democráticamente la redistribución del poder), al extremo de producir el fantástico lapsus lingüe de Esperanza Aguirre afirmando, frente a la OPA de Gas Natural, que Endesa debía quedarse “en territorio nacional”.
La magnitud del fenómeno no sorprendió sólo al gobierno Maragall, sino a la inmensa mayoría de los catalanes. Pensábamos que la cultura democrática había calado más en la sociedad española. Y, con ella, la capacidad de entender que España es algo que sólo tiene sentido si es capaz de contener y expresar sin restricciones las realidades distintas que incluye, particularmente las realidades nacionales como Cataluña. No era así. Y, por toda respuesta, se desencadenó un inmenso, brutal y prolongado linchamiento del Estatuto, de Cataluña y de los catalanes.
Los independentistas, en seguida, confirmaban sus tesis: en España, Cataluña sólo cabe encogida y, si trata de estirarse, es rechazada, zarandeada y anatomizada. No cabe el diálogo sensato: responden con el exabrupto, el insulto e imponen el inmovilismo. No hay nada que hacer ahí dentro: necesitamos un Estado propio, igual que Portugal.
Los “convergentes”, como corresponde, trataban de descolocar a ERC -comprometida en el tripartito-, pujando al alza hasta el despropósito en el debate parlamentario del nuevo Estatuto, llevando las cosas al extremo de lo inviable, para canjear luego el resultado por… una foto;
Los federalistas catalanes
Y los federalistas nos quedábamos con un auténtico palmo de narices: la nave catalana parecía encallar en España estando al timón precisamente nosotros, los que veníamos predicando, desde siempre el compromiso con España, la buena nueva del federalismo; oponiéndonos a los dos simplismos de fondo: independentismo y unitarismo. Y oponiéndonos al tacticismo de Pujol, desentendido, sin horizonte, ambivalente, instalado en el viejo truco de aventar las hogueras patrióticas para ganar fuerza en la negociación opaca de “lo más conveniente” (¿para el país? ¿para el partido? ¿para los de siempre?). Ya lo hiciera Cambó cuando enfatizaba “¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!” y se limitaba a negociar los aranceles.
En el mundo global e interdependiente -habíamos anunciado-, tocaban a su fin las soberanías absolutas de los viejos Estados, aunque éstos iban a pesar mucho todavía en el trayecto hacia las grandes uniones. No tenía sentido, pues, cifrar el porvenir de Cataluña en la obtención de un Estado propio, cuando el futuro discurriría sobre la base de la “interdependencia” y la “soberanía compartida”. Menos aun si conseguíamos, como esperábamos, que el Estado español funcionara, en la proporción debida, como nuestro Estado, el de la nación catalana, a través del cual ésta pudiera estar presente y tener voz en Europa e incidir en el plano global.
Un Estado plurilingüe, que asumiera la lengua catalana como una de sus lenguas, con todas las consecuencias. Bastaba completar el trayecto iniciado: ampliar el autogobierno catalán con un nuevo Estatuto, convertir el Senado en cámara territorial, profundizar en el espíritu plurinacional de la Constitución (“nación” de “nacionalidades y regiones”). La “España plural” de Rodríguez Zapatero era una perspectiva abierta a ello.
El Estado español podría ser, finalmente, el marco común en el que Cataluña se desarrollara sin restricciones indebidas, en el que Cataluña podría encontrar finalmente “su Estado”. El “Estado catalán” que la nación catalana precisaba sería, finalmente, una faceta del Estado español, de ese “Estado compuesto” que Ernest Lluch señalara y reivindicara en el “austriacismo” español y que, con la revolución democrática, daría lugar al movimiento federalista y al catalanismo.
Casa ajena o casa común
Pensábamos que la España democrática, superado el 23-F, no era sólo una juridicidad democrática, sino que iba siendo ya una cultura democrática. Resultó, sin embargo, que la bestia seguía ahí, que se revolvía, ajena a sus gravísimas culpas, aullando y pegando zarpazos a quien osara cuestionar sus posiciones. Se alzaba de nuevo contra el Estatuto catalán, hinchando el sobado fantasma de la “España rota”. Contra quienes osaban ejercer su derecho y proponer democráticamente, no la independencia de Cataluña -cosa que sería legítima-, sino la profundización federal, plurinacional, de España. Y, de paso, contra la famosa “OPA catalana” (no española, al parecer), convocando al boicoteo de los productos catalanes. ¿Han optado, los nuevos “poderes fácticos”, por un modelo de España incompatible con los deseos más elementales y sensatos -tal vez ingenuos- de los catalanes? ¿Llegarán a tumbar el Estatuto de Cataluña por vía extraparlamentaria? ¿Tienen paralizada indefinidamente la reforma de la Constitución, la transformación del Senado en cámara territorial? ¿Sus intereses pasan por mantener a raya a los catalanes, por ningunear su voluntad democrática, por tratarles como si vivieran en casa ajena? La “España plural”, por el contrario, parece ser la que se reconoce a si misma como casa común, la que incluye las realidades distintas que la integran. Por eso sufre un ataque inmisericorde, con efectos contaminantes sobre su propio campo, cosa que la obliga a contener la marcha, a atenuar sus perfiles.
No en vano, en el conjunto de España, el griterío nacionalista, igual que en Cataluña o el País Vasco, coagula a la gente, más allá de sus intereses objetivos, en torno a sentimientos elementales; en el caso del nacionalismo español, no lo olvidemos, ligados a la cruenta tradición imperial que acabó por parir al franquismo. En ese contexto, a Zapatero, se le ve muy sólo, rodeado de silencios clamorosos.
El amplio espectro del progresismo español, con dignísimas excepciones, sigue callado y mira a otro lado, como si fuera víctima de algún síndrome de Estocolmo. Miquel Iceta, vicesecretario del PSC, les emplazaba, en pleno zafarrancho, a que volvieran en sí, a que “salieran ya del armario”. La “conllevancia” del pasado
Puede que la acción española del tripartito de Maragall pecara de ingenua y adoleciera de poco cálculo. En cualquier caso, se trató de una apuesta democrática y leal con España. Se trató de una apuesta española, la única apuesta española asumible por la mayoría de los catalanes. Una apuesta que no era nueva: venía anunciándose desde siempre, durante la larga marcha del socialismo catalán por el desierto “pujoliano”, en el que CiU monopolizaba lo catalán hasta el paroxismo y estigmatizaba a los socialistas como el “enemigo interior”, para ejercer la “conllevancia” en Madrid, el oportunismo de las pequeñas ventajas, ajeno a todo proyecto, a todo compromiso estratégico. Esa etapa tortuosa, ya superada, no debería resultar ahora, debido al vértigo del presente, ninguna panacea deseable. A mi modo de ver, ahí está el punto flaco de “La Rectificació”, su cabo suelto, esa implícita nostalgia del “no proyecto” de Pujol. Cuando la vida nos da coscorrones, es humano añorar los aromas de la infancia, donde los años y la memoria selectiva acaban situando muchas veces nuestra felicidad.
No nos engañemos.
Cataluña no puede ser condenada al limbo de la infancia: es mayor de edad y quiere saber a que atenerse. Está dispuesta a adquirir compromisos y exige igual disposición en sus interlocutores, con transparencia, lealtad y juego limpio. El auténtico fracaso Por otro lado, echo en falta, en el libro, el señalamiento del auténtico fracaso, que no corresponde a Maragall ni al “tripartito”. Corresponde, desde una perspectiva estratégica, a los poderes mencionados, al nacionalismo español que se mueve entre la fatua tradición imperial y una nueva y agresiva ambición económica, a esa nueva “confederación de derechas” que resulta ser, finalmente, una eficiente fábrica de independentistas, una imbatible maquinaria separadora, incapaz de comprender que, hoy, lejanos ya los tiempos de la autocracia, los sujetos colectivos, los pueblos, las naciones, las uniones, o se basan en la construcción de un amplio consenso capaz de sumar todas las diferencias o no son viables, se quedan atrás, mueren. Puede decirse que el efecto directo de su acción ha sido el reverdecimiento en Cataluña de los reflejos del “Adéu Espanya!” (Joan Maragall): la conciencia sorprendida y hastiada de que las cosas no son lo que parecían, la sospecha repentina y progresiva de estar metidos en casa ajena.
Ellos han sido, en el fondo, la auténtica “Brigada Pomorska” frente a la opinión democrática de los catalanes. Su fanfarria sólo vence en Cataluña acompañada de un ejército victorioso. Sin él, es un fracaso estrepitoso que obtiene lo contrario de lo que persigue. Son los reflejos ancestrales del vencer sin convencer. Y, en democracia, sólo vence quien convence, sólo tiene futuro aquello que adquiere una legitimación suficiente en la opinión democrática de los pueblos.
Atender al federalismo catalán
Todo ello parece empujar ciegamente a Cataluña hacia una disyuntiva no deseada por nadie o por muy pocos: avanzar, dentro de España, hacia un modelo razonable, en el que quepa dignamente, es decir, hacia el pleno desarrollo del Estado compuesto; o, si eso resultara fatalmente implanteable, si predominara el exabrupto y el famoso “derecho de conquista”, darse por vencida y deslizarse hacia aquel “adiós” que apuntara en su momento, hastiado, el poeta catalán del iberismo. Una vez más, por suerte, no se trata de la “lucha final”, no está dicha la última palabra. Cataluña, en adelante, deberá calcular mejor sus movimientos y tendrá que repensar su catalanismo en función del nuevo contexto español, europeo y global.
El gobierno Montilla anda sin duda en esa dirección, porque ha aprendido la lección y porque así lo determina la idiosincrasia calculadora y rigurosa de su presidente. Pero España deberá darse prisa en la construcción de un consenso suficiente sobre el modelo de Estado, que deberá incluir a la nación catalana y ejercer de “Estado catalán” en la proporción debida.
Y es que, en Cataluña, después de todo lo andado, no está el horno para más bollos, menos aun después de la “crisis de las infraestructuras”, que viene a confirmar no el origen de todos los males, pero si de algunos especialmente graves (peajes, AVE, aeropuerto, “cercanías”, apagones…). No es razonable que, a estas alturas, en España, se den dinámicas políticas, económicas o mediáticas que sitúen a los catalanes en casa ajena.
Quienes aman a España y saben que ya no hay lugar para el “Imperio”, harían bien en atender a los federalistas catalanes.

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